- Señor, déjeme hablar...
- Usted tiene aire de no haber barrido una baldosa en la vida. Mírese las manos. Yo necesito una mujer fuerte, acostumbrada a limpiar mugre ajena; que no sienta náuseas al lavar un inodoro. Pida trabajo en una peluquería, o en un burdel. Porque, todo hay que decirlo, es muy bonita.
Susana sintió que la furia la empujaba hacia la calle. Hubiera querido asesinar a ese infeliz. Renegó de los pensamientos optimistas que la acompañaron en la mañana, cuando salió a buscar empleo. En la fábrica de confecciones, en la panadería y en el supermercado la rechazaron, con justa razón, por no estar capacitada. El manejo de máquinas planas, batidoras de masa, registradoras computarizadas no hacía parte del pensum de Sociología. “Me lo tengo merecido por cobarde. Debí escupirle la cara”.
No podía definir si era el calor, la rabia o el hambre el culpable del sudor frío que corría por su espalda amenazando con empaparla.
La tarde se había vestido de luto; la luz desganada de las lámparas era incapaz de romper la penumbra. Susana observó que los portales se abrían paulatinamente para permitir el acceso de incontables parejas deseosas de amarse durante la eternidad de un rato.
Miró a lado y lado, avergonzada por los ruidos que salían de su estómago. El hambre le lanzaba zarpazos cada vez más fuertes, y, como una autómata, se recostó en la desvencijada puerta de un antro de mala muerte. Intentó fisgonear pero la luz mortecina que reinaba en el interior convertía en sombras las siluetas de los moradores. Una gastada voz femenina tarareaba un tango: “Cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer secándose al sol [ ] verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira…” Alguien sentía, como ella, el enorme peso de la desolación.
Empezó a caminar sin rumbo. Las esquinas parecían encrucijadas terribles. Quiso devolverse. Podría ser una sombra más en la neblinosa casa donde se hospedaba la nostalgia. Sí, allí sería fácil desaparecer.
Había dado unos pocos pasos cuando oyó que la llamaban desde un lustroso automóvil:
- Preciosa, ¿esperas a alguien?
- ¿Me habla a mí?, preguntó Susana.
- Sí, a ti, muñeca. ¿Estás libre?
¿Libre? Qué palabra tan idiota. Nadie es libre, pensó con amargura. ¿Cuál era su libertad en este instante? ¿Morir de inanición?
El brazo que salía por la ventanilla del carro hacía señales apremiantes y tenía que decidirse; no era el mejor momento para dejarse enredar por la filosofía. La necesidad de comer la jaloneaba. A la mierda los melindres, el dolor de la orfandad, los planes fallidos. Sí, estoy libre, le gritó al desconocido, dispuesta a desaparecer en la negrura de la noche.
Mercedes Guiomar Arango Gonzalez
"Amigos Creativos", Biblioteca Pública de La Floresta, Medellín.
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