Corre, corre, me apuraba Guillermo; ya va a empezar… Subíamos, de dos en dos, los escalones que separaban nuestro apartamento del de Amina. Las campanadas de las siete eran la invisible batuta que le ordenaba cantar. La oímos un día, por casualidad, y sin entender ni una de sus palabras, quedamos atrapados en el dulzor de la música. Entre los dos cargábamos quince años. No sabíamos nada de armonía, pero estábamos seguros de haber estrenando una emoción que humedecía los ojos. Tal vez hicimos ruido o escuchó el acelerado palpitar de nuestros corazones porque abrió la puerta y nos invitó a entrar. Nos contó que había huido del Líbano por culpa de la guerra. Háblanos de esa guerra, me atreví a pedirle. ¿Cómo son las armas?, intervino mi hermano, ¿alfanjes, cimitarras, cañones? "Mejor hablemos de otra cosa. ¿Les gustan los cuentos?” Sí, respondimos entusiasmados. “Entonces vengan cuando quieran”.
Todos los días nos narraba una aventura. Hoy pienso que las inventaba porque nunca la vimos leyendo. Con su voz mágica nos transportaba al desierto, al oasis, al intrincado laberinto de un mercado persa, a la enorme tienda de una tribu nómada. Cuántas veces nos hizo repetir la palabra tuareg. Tuaregs, decía, son hombres azules que se tapan la boca por miedo a inhalar espíritus malignos. Suspendía el relato en el momento más álgido. “Mañana sabrán el final”. ¿Mañana?... Qué lejano nos parecía. Ensayábamos todas las marrullas pero ningún ruego ablandaba la terquedad de esa nueva Sherezada. Todavía añoro el sabor del quipe, los caramelos de arroz y el brillo azul de sus pupilas. Esa mujer vino de tierras lejanas a poner los cimientos de nuestra fábrica de ensueños.
En casa nos esperaba el desayuno de la abuela que escondía en la cocina los sabores antioqueños. Se burló cuando le dijeron que en Cartagena debíamos comer bollo de yuca, bollo limpio, huevos de iguana, camarones y cangrejos. “Qué bollos, ni qué nada, esas porquerías jamás las probarán mis nietos”, decretó implacable. No contaba con la curiosidad del par de ovejitas, como nos llamaba. Mamá le pedía que no nos alcahueteara, pero ella se limitaba a recordarle que éramos niños. Nos dejaba transformar las camas en navíos enormes: las sábanas eran olas, las toallas pendían de las lámparas ondeando como velas, cualquier olla servía de timón. ¡Rumbo a Sumatra!, gritábamos en coro. Sufrimos ataques de piratas, de ballenas, de tiburones martillo. Sabíamos, por Amina, que Poseidón vivía en el mar, pero nunca pudimos verlo. Al atardecer los padres nos ordenaban regresar a tierra.
Otro distribuidor de fantasía fue Ramón, un anciano apacible que fracasó en el intento de enderezar la espalda y aceptaba resignado el mote de Quasimodo. La bondad se hospedaba en sus ojos y era tan dado al abrazo que ¿cómo no amarlo? Asumió encantado el papel de abuelo: nos consentía y regañaba como si en verdad lleváramos sus genes. Una mañana, después de que nuestro gato, Mateo, murió atropellado por una carreta, llegamos corriendo a su librería de la Boca del Puente. Entre sollozos mi hermano le dijo: “Tú, que lo sabes todo, aclárame una cosa: cuando una persona muere, si fue buena va al cielo y si fue mala va al infierno, ¿no es cierto? Entonces, ¿a dónde van los gatos?” Me parece verlo rascándose la cabeza. “¡Echeee, este pela’o es un teso!”. Dio una explicación muy rara sobre no sé qué del alma y nos abrazó tan fuerte que la tristeza se escabulló sin hacer ruido.
Entre la lentitud de las semanas lograron colarse los años. Nos faltaban muy pocos para ser grandes y ya habíamos desvelado los secretos de las letras. Ahora sólo el hambre podía alejarnos de la librería de Ramón. Íbamos en las tardes, al salir del colegio. Ese local oscuro y desordenado era la cueva de Alí Babá, donde aprendimos a decir “Ábrete sésamo”. No había cofres con joyas, pero de cada anaquel salía un genio disfrazado de libro que prometía eliminar todas las fronteras si le acariciábamos las tapas y nos adentrábamos en los misterios de sus páginas. Ramón toleraba que los lleváramos a casa, con la condición de devolverlos pronto y sin rayones. Cumplimos a cabalidad el último requisito.
Todos los domingos, en el balcón que le coqueteaba a la bahía de Manga, cuatro ojos repartían sus miradas entre el alegre chapotear de las gaviotas y las hileras de palabras que pugnaban por salir a contar su propia historia. Acariciados por la brisa seguimos las peripecias de Robinson Crusoe, viajamos al centro de la tierra con Julio Verne, fuimos mosqueteros en Francia, arqueros de Robin Hood y vimos conmovidos cómo Guillermo Tell partió de un flechazo la manzana que el tirano puso sobre la cabeza de su hijo. Se atravesaron, sin hacer alarde, novelones de lágrima, como Romeo y Julieta y la Dama de las Camelias. No eran lo nuestro; las hormonas aún dormían plácidamente.
Nuestra íntima relación con la felicidad se truncó un nefasto día de noviembre, cuando papá, sin mediar explicación alguna, dijo que volveríamos a Medellín. La noticia nos cayó como una bomba. Guillermo me miró y su terror se mezcló con el mío. Nadie entendía qué había pasado. No tuvimos valor para despedirnos de Amina, de Ramón, de los amigos. La playa fue la única testigo de nuestra angustia. Lloramos tanto que, pueden creerlo, esa noche hubo mar de leva.
Mercedes Guiomar Arango Gonzalez
“Amigos Creativos”, Biblioteca Pública de La Floresta, Medellín.
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