sábado, 22 de junio de 2019

CUANDO LA FANTASÍA VIVÍA EN CARTAGENA

Corre, corre, me apuraba Guillermo; ya va a empezar… Subíamos, de dos en dos, los escalones que separaban nuestro apartamento del de Amina. Las campanadas de las siete eran la invisible batuta que le ordenaba cantar. La oímos un día, por casualidad, y sin entender ni una de sus palabras, quedamos atrapados en el dulzor de la música. Entre los dos cargábamos quince años. No sabíamos nada de armonía, pero estábamos seguros de haber estrenando una emoción que humedecía los ojos. Tal vez hicimos ruido o escuchó el acelerado palpitar de nuestros corazones porque abrió la puerta y nos invitó a entrar. Nos contó que había huido del Líbano por culpa de la guerra. Háblanos de esa guerra, me atreví a pedirle. ¿Cómo son las armas?, intervino mi hermano, ¿alfanjes, cimitarras, cañones? "Mejor hablemos de otra cosa. ¿Les gustan los cuentos?” Sí, respondimos entusiasmados. “Entonces vengan cuando quieran”. 
Todos los días nos narraba una aventura. Hoy pienso que las inventaba porque nunca la vimos leyendo. Con su voz mágica nos transportaba al desierto, al oasis, al intrincado laberinto de un mercado persa, a la enorme tienda de una tribu nómada. Cuántas veces nos hizo repetir la palabra tuareg. Tuaregs, decía, son hombres azules que se tapan la boca por miedo a inhalar espíritus malignos. Suspendía el relato en el momento más álgido. “Mañana sabrán el final”. ¿Mañana?... Qué lejano nos parecía. Ensayábamos todas las marrullas pero ningún ruego ablandaba la terquedad de esa nueva Sherezada. Todavía añoro el sabor del quipe, los caramelos de arroz y el brillo azul de sus pupilas. Esa mujer vino de tierras lejanas a poner los cimientos de nuestra fábrica de ensueños.

En casa nos esperaba el desayuno de la abuela que escondía en la cocina los sabores antioqueños. Se burló cuando le dijeron que en Cartagena debíamos comer bollo de yuca, bollo limpio, huevos de iguana, camarones y cangrejos. “Qué bollos, ni qué nada, esas porquerías jamás las probarán mis nietos”, decretó implacable. No contaba con la curiosidad del par de ovejitas, como nos llamaba. Mamá le pedía que no nos alcahueteara, pero ella se limitaba a recordarle que éramos niños. Nos dejaba transformar las camas en navíos enormes: las sábanas eran olas, las toallas pendían de las lámparas ondeando como velas, cualquier olla servía de timón. ¡Rumbo a Sumatra!, gritábamos en coro. Sufrimos ataques de piratas, de ballenas, de tiburones martillo. Sabíamos, por Amina, que Poseidón vivía en el mar, pero nunca pudimos verlo. Al atardecer los padres nos ordenaban regresar a tierra. 

Otro distribuidor de fantasía fue Ramón, un anciano apacible que fracasó en el intento de enderezar la espalda y aceptaba resignado el mote de Quasimodo. La bondad se hospedaba en sus ojos y era tan dado al abrazo que ¿cómo no amarlo? Asumió encantado el papel de abuelo: nos consentía y regañaba como si en verdad lleváramos sus genes. Una mañana, después de que nuestro gato, Mateo, murió atropellado por una carreta, llegamos corriendo a su librería de la Boca del Puente. Entre sollozos mi hermano le dijo: “Tú, que lo sabes todo, aclárame una cosa: cuando una persona muere, si fue buena va al cielo y si fue mala va al infierno, ¿no es cierto? Entonces, ¿a dónde van los gatos?” Me parece verlo rascándose la cabeza. “¡Echeee, este pela’o es un teso!”. Dio una explicación muy rara sobre no sé qué del alma y nos abrazó tan fuerte que la tristeza se escabulló sin hacer ruido. 

Entre la lentitud de las semanas lograron colarse los años. Nos faltaban muy pocos para ser grandes y ya habíamos desvelado los secretos de las letras. Ahora sólo el hambre podía alejarnos de la librería de Ramón. Íbamos en las tardes, al salir del colegio. Ese local oscuro y desordenado era la cueva de Alí Babá, donde aprendimos a decir “Ábrete sésamo”. No había cofres con joyas, pero de cada anaquel salía un genio disfrazado de libro que prometía eliminar todas las fronteras si le acariciábamos las tapas y nos adentrábamos en los misterios de sus páginas. Ramón toleraba que los lleváramos a casa, con la condición de devolverlos pronto y sin rayones. Cumplimos a cabalidad el último requisito.

Todos los domingos, en el balcón que le coqueteaba a la bahía de Manga, cuatro ojos repartían sus miradas entre el alegre chapotear de las gaviotas y las hileras de palabras que pugnaban por salir a contar su propia historia. Acariciados por la brisa seguimos las peripecias de Robinson Crusoe, viajamos al centro de la tierra con Julio Verne, fuimos mosqueteros en Francia, arqueros de Robin Hood y vimos conmovidos cómo Guillermo Tell partió de un flechazo la manzana que el tirano puso sobre la cabeza de su hijo. Se atravesaron, sin hacer alarde, novelones de lágrima, como Romeo y Julieta y la Dama de las Camelias. No eran lo nuestro; las hormonas aún dormían plácidamente. 

Nuestra íntima relación con la felicidad se truncó un nefasto día de noviembre, cuando papá, sin mediar explicación alguna, dijo que volveríamos a Medellín. La noticia nos cayó como una bomba. Guillermo me miró y su terror se mezcló con el mío. Nadie entendía qué había pasado. No tuvimos valor para despedirnos de Amina, de Ramón, de los amigos. La playa fue la única testigo de nuestra angustia. Lloramos tanto que, pueden creerlo, esa noche hubo mar de leva. 

Mercedes Guiomar Arango Gonzalez 
“Amigos Creativos”, Biblioteca Pública de La Floresta, Medellín.

SÍ, ESTOY LIBRE

- Señor, déjeme hablar...

- Usted tiene aire de no haber barrido una baldosa en la vida. Mírese las manos. Yo necesito una mujer fuerte, acostumbrada a limpiar mugre ajena; que no sienta náuseas al lavar un inodoro. Pida trabajo en una peluquería, o en un burdel. Porque, todo hay que decirlo, es muy bonita. 

Susana sintió que la furia la empujaba hacia la calle. Hubiera querido asesinar a ese infeliz. Renegó de los pensamientos optimistas que la acompañaron en la mañana, cuando salió a buscar empleo. En la fábrica de confecciones, en la panadería y en el supermercado la rechazaron, con justa razón, por no estar capacitada. El manejo de máquinas planas, batidoras de masa, registradoras computarizadas no hacía parte del pensum de Sociología. “Me lo tengo merecido por cobarde. Debí escupirle la cara”.

No podía definir si era el calor, la rabia o el hambre el culpable del sudor frío que corría por su espalda amenazando con empaparla. 

La tarde se había vestido de luto; la luz desganada de las lámparas era incapaz de romper la penumbra. Susana observó que los portales se abrían paulatinamente para permitir el acceso de incontables parejas deseosas de amarse durante la eternidad de un rato. 

Miró a lado y lado, avergonzada por los ruidos que salían de su estómago. El hambre le lanzaba zarpazos cada vez más fuertes, y, como una autómata, se recostó en la desvencijada puerta de un antro de mala muerte. Intentó fisgonear pero la luz mortecina que reinaba en el interior convertía en sombras las siluetas de los moradores. Una gastada voz femenina tarareaba un tango: “Cuando no tengas ni fe, ni yerba de ayer secándose al sol [ ] verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira…” Alguien sentía, como ella, el enorme peso de la desolación. 

Empezó a caminar sin rumbo. Las esquinas parecían encrucijadas terribles. Quiso devolverse. Podría ser una sombra más en la neblinosa casa donde se hospedaba la nostalgia. Sí, allí sería fácil desaparecer. 

Había dado unos pocos pasos cuando oyó que la llamaban desde un lustroso automóvil: 
- Preciosa, ¿esperas a alguien?
- ¿Me habla a mí?, preguntó Susana.
- Sí, a ti, muñeca. ¿Estás libre?
¿Libre? Qué palabra tan idiota. Nadie es libre, pensó con amargura. ¿Cuál era su libertad en este instante? ¿Morir de inanición?

El brazo que salía por la ventanilla del carro hacía señales apremiantes y tenía que decidirse; no era el mejor momento para dejarse enredar por la filosofía. La necesidad de comer la jaloneaba. A la mierda los melindres, el dolor de la orfandad, los planes fallidos. Sí, estoy libre, le gritó al desconocido, dispuesta a desaparecer en la negrura de la noche. 

Mercedes Guiomar Arango Gonzalez
"Amigos Creativos", Biblioteca Pública de La Floresta, Medellín.


domingo, 9 de junio de 2019

EL PALO


Ya sabia que ibas a encontrar un montón de “Monumentos al Palo” en tu recorrido por las tierras del viejo continente, pero imaginé que podías diferenciar pues no pueden existir “palos” de tales envergaduras, tan largos y puntudos, contrario al nuestro que es de tamaño moderado, humilde, enclenque y casi raquítico (comparado con aquellos) pero que sí representa el verdadero “palo”. Trataré de demostrarte que los copietas son ellos, que como todo tiene que ser más tamañudo que lo nuestro, copiaron mal y la historia les reclamará tal adefesio, pues magnificaron algo que no se podía sobredimensionar.

Cuando Gonza y Yo estábamos lo suficientemente grandes para dejarnos salir y muy pequeños para trabajar en el café, nos permitían ir de vacaciones al Comino, vereda en las faldas del Cancharazo donde tenia finca Joaquín Madrid, quien procreó con doña Rita entre otros a Esperanza (Mi hermana según los lengüilargos de los Giraldos), Ligia y Julio ( Alias Pate-rana porque tenía los dedos de los pies pegados). Un Domingo en la tarde nos empacaban el equipaje: ropa, tenis, jabón, galletas y confites de regalos y tabacos para el viejo Joaco, nos montábamos en mulas enjalmadas que en la mañana habían traído panela al pueblo y rumbo al comino, donde llegábamos en la noche cansados, sudorosos, con peladuras hasta en el alma y en una oscuridad que aterraba; a punta de velas nos iban dando de comer comida extrañas y a dormir, previa miada en la huerta, para tener luego miada en la cama.

El paseo en sí era muy bueno: paseábamos a otras veredas, montábamos a caballo, jodíamos con vacas, se arreaba ganado, se ordeñaba y encerraba, cortábamos caña, se limpiaban eras, se hacía y comía el quesito más delicioso del mundo con arepa y chocolate espumoso, sancocho y frisoles ventiados, mejor dicho: era la dicha, pues no se estudiaba, no se trabajaba en el café, solo se vivía al día, sin afanes, sin tiempo que medir. Lo único maluco eran las noches por la oscuridad, la lluvia, la miada en la huerta y lógicamente la miada en la cama.

Andábamos descalzos y no nos bañábamos, lo grave era cuando mi mamá por el internet de la época (Un correo de mulas que iba una vez por semana, por esos caminos entre Yolombó y Amalfi) nos enviaba el mensaje donde urgía nuestra presencia a su lado. Y porqué grave? Pues porque había que arreglar la mugrienta ropa, bañarnos de cuerpo entero y meternos en una poceta con agua a remojarnos la roña de los pies para irla raspando con estropajo o pedazos de teja; esta tarea la terminaba doña Berta en el pueblo con jabón de tierra, de pino, trapos, medias, pellizcos y cantaleta ventiada.

Pero el cuento viene a que en casa de Joaco, había una pieza separada de las demás por un cancel (Pared de tablas) que se llamaba la Pieza de los Místeres, pues era común que por los pueblos y veredas anduvieran personajes extraños en el vestir, caminar y hablar que vendían toda clase de cachivaches, mentiras e ilusiones; eran bien vestidos, altos , ojos claros y en enormes maletas cargaban cortes de tela, hebillas, espejos, hilos, peinillas, peinetas, prendedores, pañoletas, mantos y mantillas, libros de poemas, lápices y bolígrafos, estampas de la virgen, novenarios, postales, láminas de mujeres y hombres apuestos, jabones Reuter, Palmolive y Paramí, calendarios de Pielroja, encendedores, almanaques Bristol, confortativo Salomón, vitaminas, matarratas, matamoscas para el ganado y en fin todo aquello absolutamente innecesario para la pobre y parca vida del campo, pero que la fantasía fue capaz de inventar. Generalmente dejaban cuentas pendientes y con ellos se encargaban cosas para el próximo viaje: tijeras, destapadores, desodorantes, perfume Pachulí, sacacorchos, sombreros, medallas, escapularios y muchas cosas más. Dejaban además, muchachas enamoradas, cuando no preñadas, jóvenes que se quedaban suspirando y ansiando el regreso de la estampa de hombre que las había deslumbrado. Para no diferenciar su origen se llamaron con el nombre genérico de Místeres y en la pieza que te comente eran hospedados mientras vendían y cogían fuerzas para alzar sus maletas e ir a otra vereda.

En casi todas las casa había una pieza de estas y aun en las del pueblo; al cabo de los años nos dimos cuenta que eran unos estafadores que iban tras las morrocotas de oro, los virgos, el poco dinero guardado en caletas y por nuestros secretos de la tierra, nuestras costumbres, leyendas y sobretodo los monumentos que teníamos a los dioses o a los paganos, a los próceres y aún a nuestras nobles partes como el Palo.

Comprendes ahora porque hay múltiples monumentos al Palo en el mundo?
Solo en estos últimos años se habla de la Globalización de la Economía, los Yolombinos logramos hace muchos años la globalización del Palo y su Monumento!

Jorge compró reloj, cuando se lo vi, creí que un meteoro había caído sobre su mano y pretendía estriparlo o que era una temible tarántula pegada a su cuerpo; saqué el machete dispuesto a dar una dura batalla, para defender a mi niño; tuvo que explicarme que esa estrella de mar era un reloj con infinidad de tornillos alrededor, para todo lo imaginable: Tu espichas tornillo a tornillo y puede aparecer: la hora, minutos, segundos, el valor del dólar, fecha, luz, música, el día, la semana, faz de la luna, estado del tiempo, año, nacimiento del dueño, descubrimiento de América, independencia de Indochina, 20 de julio inmarcesible día, nacimiento de Jesús, José y María, ultimo clásico Dim 3 Nal 0, número de votos de Pastrana, las letanías, en qué está el chance,… mejor dicho esa molleja tiene más información que Rubén y Diego juntos, y sabes a qué me refiero.

Pensé que si dormía con él y se volteaba, le cogía ventaja y al suelo se iba, pero que va: no pesa nada el maldito, Yo solo atiné a decirle mientras guardaba el machete, un palo de escoba y el martillo, con los cuales trataba de matar el animalejo:

- Disfrútelo mijo…
- No vaya a salir d’el…
- Es una joya…
- Diga que es Alemán y ya no se consigue…

Yo siempre me acosté como preocupadongo y a media noche me despertó, digamos un terremoto: ruidos, truenos, luces intermitentes, bulla…, pensé: el fin del mundo, nos invadieron los marcianos.. me levanté otra vez de machete en mano, en calzoncillos, descalzo (que oso) y me encontré al Jorge bregando a apagar ese platillo volador que Él jodiendo por aprender a manejarlo, lo había puesto a despertar. Logró apagarlo a la media hora y creo que no fue metiéndolo al inodoro porque el maldito, para acabar de ajustar es WATER PROTECTOR Y LUMINATOR.
Jorge, yo creo que para consolarme, me dice que todo el mundo se lo admira y le preguntan dónde lo compró. 

Sigue disfrutando, para que tengas historias que contar, que es la parte buena de la vida…
Otra vez Pitupato y de nuevo, entre a la iglesia.

Néstor Giraldo Macías
Medellín, 15 julio de 1998