lunes, 26 de noviembre de 2018

ARISTÓBULO

29 de febrero. Ya había llegado este día para recordarle que sólo cada cuatro años eran legítimas las escasas felicitaciones que recibía por su cumpleaños, y que toda la tragedia de su existencia era la consecuencia lógica de haber nacido en año bisiesto.

Viniste al mundo cagado de mirla, le decía Aurora, su abuela materna. ¡Mira si eres de malas, agregaba sin piedad la anciana, tener que llamarte Aristóbulo! Tu mamá estaba loca cuando te escogió ese nombre, más feo que un remordimiento. Dizque tenía que serle fiel a la familia de su marido, en la cual todos los primogénitos cargaban con ese lastre.

¡Qué verdades tan amargas! No quedaba la menor duda: él era la octava víctima de ese capricho. Aristóbulo Paniagua VIII. Si por menos la cigüeña lo hubiera descargado en la cuna de oro de algún palacio español; pero no, tuvo que ser en Hoyo Hondo, el asqueroso pleonasmo que figuraba en su cédula como patria chica.

Hoy, a los sesenta años, el pobre Ari, como le decía su esposa, creyó que era posible morirse de tristeza. Estaba aterrado. ¿Cómo habían pasado doce lustros tan rápido, si todo el mundo decía que el hastío era el mayor freno del tiempo? Y su vida, desde que tenía memoria, había sido una colección de decepciones, de fracasos y de infinita soledad. A los veinte, cuando murió su padre, tuvo que encargarse de la funeraria, aquel negocio familiar que le impidió tener amigos, porque nadie quería relacionarse con un mercachifle de la muerte. Todo en él estaba signado por el horror: su nombre, su apellido, su oficio, y, para rematar, los dos metros de estatura que le daban un ridículo aire de espantapájaros.

Estaba seguro de que Raquel había aceptado su propuesta de matrimonio porque ya estaba entrada en años y tampoco era una belleza. ¿Qué vio en esta mujer para desear hacerla su esposa? Se conocieron de niños, por la vecindad de sus casas, pero ni siquiera compartieron un juego infantil. Además, la recordaba como una muchacha desgarbada, siempre con expresión de aburrimiento, e incapaz de sostener una conversación coherente. Podría jurar que nunca había escuchado su risa. No hallaba una respuesta racional. Ni riesgos de creer que ella le había dado algún brebaje, una pócima, cualquier cosa que hubiera trastornado su voluntad. Para hacer algo así se requería imaginación, y la pobre Raca, como la llamaba interiormente, era un monumento al pragmatismo. No le quedaba la menor duda de que, desde que nació, un duende maligno se había empeñado en desgraciarle la existencia.

¡Qué ingrata fue su luna de miel! A Raca, la miserable Raca, le pareció un despilfarro salir de la ciudad. Entonces, la casa que ocuparían como pareja fue el escenario de unos encuentros que, de no haber mediado la desnudez, nunca se podrían llamar sexuales. Roces agitados, sin ternura y, obviamente, sin un vestigio de placer, fueron la dolorosa premonición de que en su vida marital reinaría la rutina. Raquel le dijo que cumpliría el deber impuesto por el santo estado, pero que ni soñara con juegos eróticos o alguna de esas cochinadas que les gustan tanto a los hombres. No, señor, desde el primer momento ella dejó muy clara su posición de puritana frígida, y de paso tomó con fuerza las riendas y la chequera del hogar.

Ari recibía una escasa ración que apenas le alcanzaba para los pasajes del bus y para tomarse, muy de vez en cuando, un cafecito. Este cumpleaños lo agobió de tal manera, que decidió gastarse todo el dinero que debía cubrir los gastos de la semana. Sí, pensó, voy a buscar a Pierre.

Enfiló sus pasos hacia “La Nueva Aquitania”, el bar regentado por aquel amable francés que había perdido su acento en innumerables viajes por el mundo, y quien contaba unas maravillosas historias sobre mares espumosos y mujeres ardientes. No importaba que fueran repetidas, ni que entre una y otra versión cambiara los escenarios y los personajes. Pierre siempre lograba captar todo su interés. Le encantaban los relatos épicos, tan apasionados, tan llenos de valentía, donde el protagonista siempre salva a la princesa después de matar un dragón. También disfrutaba enormemente con la descripción de la vida en las Islas Fidji, en el Pacífico Sur. Más de una vez se había sumergido tanto en esos cuentos, que él mismo se sintió hermoso, pendenciero y amado por una doncella de caderas opulentas y tierna sonrisa.

Nunca le había hecho confidencias al simpático extranjero, pero estaba seguro de que, así, sin palabras, ese hombre tan cordial, tan risueño, conocía su desgracia. Al ingresar al bar sintió una grata sensación de alivio. Se sentó en el rincón de costumbre, muy cercano al mostrador. Lejos quedaron la funeraria, Raquel y su desventurada vida; sólo había espacio para la cadenciosa voz de Pierre y para el mágico sabor de un capuchino. Pero hoy no estaba Pierre. Llegó un desconocido a tomar su orden y a informarle que el dueño había sufrido un terrible accidente que lo dejó afásico. Aristóbulo creyó que la angustia lo iba a derribar y tuvo que sujetar con fuerza la mesa para no caerse. Le fue muy difícil controlar la desazón que le produjo esta noticia. Como salida de una densa bruma volvió a oír la voz de su abuela: “cagado de mirla, cagado de mirla”. Pero decidió que una decepción más no iba a derrotarlo. Estaba curtido; conocía todos los grados del dolor y, precisamente su vasta experiencia en sufrimiento le permitió sortear, con relativo éxito, este nuevo desengaño. Logró hacerle un nudo al corazón y pidió la bebida de siempre. Le trajeron el capuchino y un periódico de la fecha, cuyos trágicos titulares parecían inspirados en el Apocalipsis. No quedaba la menor duda: éste sería otro 29 de febrero de ingrata recordación.

Mercedes Guiomar Arango González
"Amigos Creativos" Biblioteca Pública de la Floresta, Medellín.

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