miércoles, 20 de marzo de 2019

EL SECRETO DE CARLOTA

Llegó, por fin, a la capilla del lejano barrio bogotano que nunca había sentido sus pasos y respiró tranquilizada al observar la poca concurrencia. Confiaba en su anodina apariencia de otra anciana más, pero, para evitar sorpresas, se sentó en la última banca, muy cerca de la puerta. Por su espalda corría un chorro de sudor frío y el galope desacompasado del corazón parecía el presagio de un infarto. En su larga vida se había visto abocada a muchos riesgos, pero el de hoy no se comparaba con nada: Federico Hernández había muerto. Y había muerto como tenía que morir: por mano ajena. Uno de sus guardaespaldas lo asesinó para ganar la recompensa ofrecida por el gobierno nacional. La familia, casi de manera clandestina, había publicado un diminuto aviso de prensa invitando a las exequias y, por casualidad, como un llamado del destino, Carlota lo leyó. 

“Sí, ya sé –pensaba Carlota- nadie puede saber que voy a ir”. “¿Cómo justificaría mi presencia en el sepelio de un sanguinario guerrillero?” El mayor de sus problemas fue evadir la vigilancia de los porteros de la unidad residencial. Salió por el parqueadero, vestida con tanta sencillez que podía pasar por una empleada doméstica. Caminó tres cuadras y cuando calculó que ninguna cámara de vigilancia podía registrar su imagen, tomó un taxi. Agradeció el inmenso trancón que impedía la fluidez del tránsito, porque le dio tiempo para aclarar sus pensamientos: Conoció a Federico en París, en 1958, cuando su marido le pidió acompañarlo a un congreso mundial de sociedades de prensa. El deseo de contemplar otro otoño en Francia fue más fuerte que el fastidio que le inspiraba Enrique. En menos de un año se había dado cuenta de que no era el hombre probo e inteligente que ella había pensado. Su desencanto tenía ribetes de odio, pero separarse no era una opción. 

Al llegar al hotel Enrique le dejó claro que los asuntos que iban a tratar en la convención eran cosas de hombres y que, durante ocho días, podía dedicarse a recorrer París. Eso sí, le advirtió, nada de visitar tiendas. Ella ni siquiera puso atención al mezquino comentario. ¡Qué alegría tan grande! La mejor época de su vida transcurrió en París, donde estudió Historia del Arte. Recordó con ternura las tardes de verano cuando salía, armada con una cámara Polaroid, a perseguir la belleza. Y qué fácil era hallarla. Sus amigos se burlaban de la pasión que ponía al afirmar que la belleza es un producto de la canasta familiar de los franceses. 

Sin dudarlo un segundo salió a la calle con el deseo de construir nuevos recuerdos en la hermosa Ciudad Luz. En la plaza de los pintores del bohemio Montmartre vio a Federico cuando quería comprar una acuarela sin lograr hacerse entender del vendedor. Carlota supo, por el acento, que era colombiano, y corrió en su auxilio. Ese atractivo joven, alto y con una mirada tan inquisitiva que parecía enmarcada en signos de interrogación, la invitó a tomar café. Pasaron varias horas y la conversación recorrió todos los temas. Él hablaba un francés rudimentario pero lo habían admitido en la facultad de Sociología; cursaba el primer semestre y ya se consideraba un nuevo Mesías. Insistía en que a su regreso al país iba a trabajar duro para combatir la pobreza y la desigualdad. Carlota se emocionó con ese hermoso joven, mezcla de Cristo y Quijote, y le tendió los brazos para no separarse en los ocho días siguientes. Le dejó un recado a Enrique en la recepción del hotel, diciéndole que iría a Chantilly, a visitar unas queridas amigas de universidad.


La misa empezó y Carlota sintió una abrumadora sensación de soledad. La voz del cura se ahogaba con el ruido de los rayos y centellas que hacían parpadear las lámparas. Parecía que todos los elementos se habían confabulado contra la extraña ceremonia, porque la lluvia se convirtió en diluvio y el agua empezó a filtrarse con furia por las rendijas del destartalado techo. Lamentó que su fe se hubiera extraviado en las páginas de tantos libros, porque ahora no podía implorar la compasión de ningún Dios. ¿Compasión para quién? Federico ya había ingresado a la eternidad y a ella le llegaría muy pronto el turno para lanzarse al vacío. 

Su marido, eterno iluso, se había enamorado de una jovencita que bien podría ser su nieta. Carlota estaba segura de que era su primera infidelidad, pues ni para eso había tenido imaginación. Ella le llevaba medio siglo de ventaja en esas lides. Pensó en Manuel, su único hijo, y la vida dejó de dolerle: Sólo tendría que mirarle los ojos para recordar esos gloriosos ocho días en París. 

Mercedes Giomar Arango Gonzalez 
“Amigos Creativos” Biblioteca Pública de La Floresta, Medellín.


viernes, 8 de marzo de 2019

MOTILADA


Para mí, las motiladas han sido un rito, para el cual el sujeto debe tener una preparación, como si fuera a hacer la primera comunión. No basta pues decidirse, sino que hay que definir el estilo (bajito, clarito, corte, patillas, champú, pinturas) y ese sinnúmero de actos que las veleidades de la vida, la vanidad y el orgullo, han convertido ese ritual en algo parecido a una misa de revestidos: hay que separar la cita con tiempo, llegar y esperar que le terminen los rayitos a la una o los crespos a la otra, tratar de leer una vieja revista con fotos de políticos y divas cuando eran pipiolos y pasar luego a la silla esa, te quitan las gafas, entonces no ves los improperios que te hace la estilista (Si es hombre, da lo mismo porque indefectiblemente es marica), te ponen en la nuca y un delantal de plástico apretado al cuello que talla y estorba que da miedo y a los 5 minutos te tiene las venas del cuello turgentes, la cabeza embombada y el cerebro sin conexión con la realidad. 

Comienza la jalada de pelo a 2 o 3 dedos según lo convenido y eche tijera a lo loco (Yo no he pasado a la máquina) y sin variar, entre los pelos que caen, pocos lo hacen al delantal, otros al piso y unos cuantos en el cuello, la cara y especialmente en la nariz donde comienza una piquiña y un desespero desesperante que hace emputecer a un ermitaño, pues con las manos entre el delantal y el cacao, solo puede uno sacudirse al descuido no sea que coincida con un tijeretazo o barberazo y peligre por tanto no la vida sino el corte; se trata también de desalojar el maldito pelo de la nariz soplando por la boca hacia arriba haciendo, para conseguir lo imposible, más morisquetas que Betty la fea. Los malditos pelos se quedan viviendo en uno todo el tiempo que les dé la gana, pues a los muchos días todavía se les está sacando de las orejas, el cuello, la espalda y el culo. 

Llega uno a la casa, y claro: ¡cómo te dejaron! Y va uno a ver y así es, parece que lo hubiera motilado un enemigo epiléptico y con mal de Parkinson o hubiera perdido una apuesta o mencionado la mamacita muerta a la estilista: las patillas desiguales, guardabarros disparejos, el corte de la nuca en zig-zag, pelos largos al lado de cortos y en fin, a usar cachucha por un mes, mientras crecen los benditos y pocos pelos que nos quedan. 

Las mujeres, antes de que uno les diga algo acerca de su nueva figura, llegan renegando porque esa negra se les tiró en el cabello, pues lo dejó rojo o amarillo o blanco o negro o corto o largo o o o o … nunca quedan contentas y es preciso que al mes están donde la misma malhechora, con cariñito y todo, porque son incapaces de cambiarla. 

En mi pueblo no había problemas, pues los peluqueros eran pocos y mi padre que mantenía la cabeza como un cepillo, nos enviaba cada 20 días a la podada. Íbamos donde Agudelo (Eduardo), su ayudante Gaviria y ocasionalmente donde Mellizo. Estos inventaron la Competencia con Calidad, pues sus negocios eran vecinos. Las sillas eran espectaculares, unos tronos con pasamanos de nácar, herrajes y cojines de múltiples colores. Si éramos muy pequeños colocaban una tabla sobre los descansa brazos y así nos elevábamos a sus alturas; cuando ya nos sentábamos en las sillas directamente sin tabla, pero a lo mejor sobre cojines, era porque crecíamos en estatura y en honores. 

Los peluqueros si eran masculinos, no preguntaban por estilos, sino que de una arrancaban, no conversaban sino que escasamente silbaban el Puñal Sevillano y no averiguaban por la vida de nadie. El estilo era único: pelado a los lados, patillas pulidas, guardabarros y corte en la nuca muy alto, ambos hechos con barbera que afilaban y asentaban en una correa ancha de cuero que colgaba a un lado de la silla. Al terminar, tijera, barbera y peine iban a un frasco con formol aguado; con un aspersor como una lamparita de Aladino, conectada por una manguerita a una bomba de caucho, nos aplicaban alcohol antiséptico (Loción según el vulgo) que ardía como un diablo y luego nos untaban piedra lumbre por si la tiña. El prestigio de la barbería se media por la cantidad de pelo en el piso y la barrida, por esta razón, era muy ocasional. 

BARBERÍA SOCIAL Prontitud y Aseo 

Hubo otros peluqueros como el viejo Acevedo –de mucho diente de oro en una caja de cuatro cambios- y su hijo –un narizón tomatrago que no le gustó estudiar- pero solo trabajaban sábados, domingos, ferias y primeros viernes para los Campiranos. 

Don Francisquito García, maestro emérito –autor de las vidas de Colis y Lulio-, cuyo nombre era más grande y alto que su propia estatura, tuvo entre sus artes el de ser peluquero, mandó fabricar una silla a su medida y la víctima quedaba como sentado en una bacinilla en el piso y la situación se agravaba porque el pequeño viejo era muy lento en el trabajo y parecía que cortara pelo por pelo, por lo que decidirse a caer en sus manos significaba sacar vacaciones. Al cabo de los años, tuve la oportunidad de acompañar a mi madre a su velorio, pues sin decir ni pío, cayó muerto al piso cuan corto era, aún estoy tratando de explicarle a un hijo mío que nos acompañó, porqué sobraba tanto ataúd. Dios guarde de Él. 

Varios estilos se pusieron de moda: 

1-Totuma: corte redondo alrededor de la cabeza 1-2 cms arriba de las orejas, exactamente como si le pusieran una totuma y cortaran el sobrante. 

2-Cepillo: de pronto lo impuso mi madre, porque quedábamos muy lindos pelados a los lados y chuzudos por encima, sospecho que lo hacía por economizar, pues demorábamos para volver al martirio. 

3-A lo gringo: estilo que llevó el pequinés (Benjamín Gómez) quien hacía motilar a sus hijos al rape, dejándoles un mechón arriba de la frente. 

Cosa curiosa, para la ira y la cantaleta de mi padre, siempre me gustaron las patillas largas, pienso ahora a la distancia de los años que tal vez imitaba a los héroes mexicanos como Jorge Negrete. 

Cosa más curiosa aún: mi mamá que motilaba cuanta dama se le atravesara, con las tijeras alemanas de modistería –ya no se consiguen mijo- que tenían alas de un metro y pesaban un kilo, nunca intentó hacerlo con los hijos, a los mejor fue que no hizo cuentas porque se hubiera ahorrado sus buenos denarios, aunque pienso que no lo hizo por ser una práctica maricona y nunca corrió esos riesgos. 

Saludos. 
Néstor Giraldo Macías 
Medellín, 12 Mayo de 2000