Llegó, por fin, a la capilla del lejano barrio bogotano que nunca había sentido sus pasos y respiró tranquilizada al observar la poca concurrencia. Confiaba en su anodina apariencia de otra anciana más, pero, para evitar sorpresas, se sentó en la última banca, muy cerca de la puerta. Por su espalda corría un chorro de sudor frío y el galope desacompasado del corazón parecía el presagio de un infarto. En su larga vida se había visto abocada a muchos riesgos, pero el de hoy no se comparaba con nada: Federico Hernández había muerto. Y había muerto como tenía que morir: por mano ajena. Uno de sus guardaespaldas lo asesinó para ganar la recompensa ofrecida por el gobierno nacional. La familia, casi de manera clandestina, había publicado un diminuto aviso de prensa invitando a las exequias y, por casualidad, como un llamado del destino, Carlota lo leyó.
“Sí, ya sé –pensaba Carlota- nadie puede saber que voy a ir”. “¿Cómo justificaría mi presencia en el sepelio de un sanguinario guerrillero?” El mayor de sus problemas fue evadir la vigilancia de los porteros de la unidad residencial. Salió por el parqueadero, vestida con tanta sencillez que podía pasar por una empleada doméstica. Caminó tres cuadras y cuando calculó que ninguna cámara de vigilancia podía registrar su imagen, tomó un taxi. Agradeció el inmenso trancón que impedía la fluidez del tránsito, porque le dio tiempo para aclarar sus pensamientos: Conoció a Federico en París, en 1958, cuando su marido le pidió acompañarlo a un congreso mundial de sociedades de prensa. El deseo de contemplar otro otoño en Francia fue más fuerte que el fastidio que le inspiraba Enrique. En menos de un año se había dado cuenta de que no era el hombre probo e inteligente que ella había pensado. Su desencanto tenía ribetes de odio, pero separarse no era una opción.
Al llegar al hotel Enrique le dejó claro que los asuntos que iban a tratar en la convención eran cosas de hombres y que, durante ocho días, podía dedicarse a recorrer París. Eso sí, le advirtió, nada de visitar tiendas. Ella ni siquiera puso atención al mezquino comentario. ¡Qué alegría tan grande! La mejor época de su vida transcurrió en París, donde estudió Historia del Arte. Recordó con ternura las tardes de verano cuando salía, armada con una cámara Polaroid, a perseguir la belleza. Y qué fácil era hallarla. Sus amigos se burlaban de la pasión que ponía al afirmar que la belleza es un producto de la canasta familiar de los franceses.
Sin dudarlo un segundo salió a la calle con el deseo de construir nuevos recuerdos en la hermosa Ciudad Luz. En la plaza de los pintores del bohemio Montmartre vio a Federico cuando quería comprar una acuarela sin lograr hacerse entender del vendedor. Carlota supo, por el acento, que era colombiano, y corrió en su auxilio. Ese atractivo joven, alto y con una mirada tan inquisitiva que parecía enmarcada en signos de interrogación, la invitó a tomar café. Pasaron varias horas y la conversación recorrió todos los temas. Él hablaba un francés rudimentario pero lo habían admitido en la facultad de Sociología; cursaba el primer semestre y ya se consideraba un nuevo Mesías. Insistía en que a su regreso al país iba a trabajar duro para combatir la pobreza y la desigualdad. Carlota se emocionó con ese hermoso joven, mezcla de Cristo y Quijote, y le tendió los brazos para no separarse en los ocho días siguientes. Le dejó un recado a Enrique en la recepción del hotel, diciéndole que iría a Chantilly, a visitar unas queridas amigas de universidad.
La misa empezó y Carlota sintió una abrumadora sensación de soledad. La voz del cura se ahogaba con el ruido de los rayos y centellas que hacían parpadear las lámparas. Parecía que todos los elementos se habían confabulado contra la extraña ceremonia, porque la lluvia se convirtió en diluvio y el agua empezó a filtrarse con furia por las rendijas del destartalado techo. Lamentó que su fe se hubiera extraviado en las páginas de tantos libros, porque ahora no podía implorar la compasión de ningún Dios. ¿Compasión para quién? Federico ya había ingresado a la eternidad y a ella le llegaría muy pronto el turno para lanzarse al vacío.
Su marido, eterno iluso, se había enamorado de una jovencita que bien podría ser su nieta. Carlota estaba segura de que era su primera infidelidad, pues ni para eso había tenido imaginación. Ella le llevaba medio siglo de ventaja en esas lides. Pensó en Manuel, su único hijo, y la vida dejó de dolerle: Sólo tendría que mirarle los ojos para recordar esos gloriosos ocho días en París.
Mercedes Giomar Arango Gonzalez
“Amigos Creativos” Biblioteca Pública de La Floresta, Medellín.