Por esta época de enero ya los niños Yolombinos habíamos destruido los endebles regalos que el Niño Dios se había dignado mal-repartir, pues nos tocaban siempre unos carros de madera o de latas de galletas Nacional que pintaban con brocha gorda y se despintaban al día siguiente y un día y otro también, se les caía una rueda imposible de volver a colocar y terminaba uno arrastrando un carro más maltrecho que el camión de don Luis Montaño, la Bola o El León de Apure. Y digo arrastrando porque no eran de impulso, menos de cuerda, ni riesgos de pilas y muchísimo menos de control remoto, pues estos fueron inventos posteriores, luego de los estudios adelantados por el Niño arriba mencionado; eran pues, de resistencia o sea que se les amarraba una cabuya o varios cordones viejos unidos y al que más resistiera arrastrándolos por las estrechas aceras de mi pueblo, pues las calles empedradas eran difíciles hasta para las bestias.
Recuerdo con agrado un carro de madera plancho, talvez imitando un descapotable o convertible, que fue un descreste en la flota navideña, y era más o menos un tronco de madera, al cual les hicieron unas muescas que parecían sillones, el timón y el tablero eran pintados y todo el resto era verde, haga de cuenta un sapo estripado, por llantas tenía unas tapas de gaseosas unidas por pines a la carrocería y que al primer pique volaron a la quinta porra, lo que no fue impedimento alguno para jugar con él unos días más.
En otra navidad tuve un camioncito de latas de galleta, pintado de múltiples colores e infinidad de aristas y puntas cortantes que lesionaban al conductor y cuando me daba por lavarlo o brillarlo quedaba todo lleno de rasguños como si en vez del tal camión, hubiera estado bañando un gato. Allí se transportaban los adornos del pesebre para ira de mi madre porque se lo desbaratábamos.
Ya más mayorcito y parece porque el Niño estaba más pudiente o Yo más juicioso o porque mi hermana la mayor trabajaba con don Pedro Cantinazo en la Caja Agraria, me trajo un carro de policías rojo, de impulso, con sirena, que fue la más preciada de mis pertenencias y me hizo jurar y rejurar que de adulto sería un serio guardián de la ley, con sirvienta de novia y todo.
Pero gozábamos, y como la pobreza iguala; así los carros fueran de diferente modelo, según la riqueza de las familias o las preferencias del Niñito aquél, a esta hora ya todos los carros estaban chatarriados y a duras penas teníamos algo al terminar las vacaciones, en las primera semana de febrero y en eso si les damos palo a los estudiantes de ahora que comienzan a estudiar a mediados de enero.
Estábamos ahítos de comer natilla y buñuelos de todas las marcas, pues debes recordar que cada familia en donde los hacían, mandaba la ‘pruebita’; en la casa iban almacenado y dándonos de a poquito y teníamos natillas de maíz, maizena, arroz, con coco, sin coco, ahumadas, grumosas, blanditas, como piedras, oscuras, pálidas, gelatinosas y como no había nevera, todas indefectiblemente a los tres días tenían lama, la misma que misá Berta limpiaba con un trapo mojado y nos la hacía comer porque era pecado botarla y de ‘eso no se ha muerto nadie’. Lo mismo ocurría con los buñuelos: duros, redondos, deformes, apelotonada la masa, vinagrosos, crudos, rojos, etc.
La natilla de mi madre era de maíz, dura brega que comenzaba mucho antes del 24, pues había que cocinar el maldito, molerlo varias veces, cada vez con la máquina más apretada, hasta convertirlo en polvo y revuelto en su propia agua de cocción, colarlo, para lo cual se escogía la mejor sábana que tuviéramos en casa (el afrecho, para las gallinas), agregarle panela, a veces leche, canela, clavos y un trocito de coco comprado donde Azarías. Montar un fogón con buena leña para todo un día y a boliar mecedor hasta que San Juan agache el dedo, dé punto, sin dejarla pegar y menos ahumar.
Para los buñuelos, mi dulce madre, nunca tuvo la fórmula adecuada, sobre todo para la forma, pero eso sí: nunca fueron redondos, eran alargados como un zepelín lleno de tetas por todas parte, que en la fritada quedaban tostaditas, cujientes… y eran deliciosas.
Cuando de pronto se les iba la mano o sobraba dinero, también nos hacían tamales o morcilla, esta última hecha en un paseo donde Miguel Macías (el hermano de mi mamá según Jorge y viejo de mala recordación para mi hermanita), cuya mujer Etelvina era especialista en la materia y le agregaba esa aromática, exquisita y exótica mata de poleo, que entre otras cosas, no he vuelto a ver.
Muy ocasionalmente llegaban viandas de otras casas el 28 de diciembre, pero había que recibirlas con recelo por ser día de los inocentes y nos podía pasar un chasco. Recuerdo con placidez que doña Regina ‘tenía un ojo’ para esas charlas que ni para que te cuento. Era la campeona y era preciso que ese día enviaba dulces de diversos colores que daban ganas de comer de una tarascada y resultaban ser engrudo con anilinas. Pero se fajó un día que envió unos buñuelos redondos, olorosos, relucientes y calientes que como relleno tenían algodón, aún no salgo de la sorpresa que me causó esa ocurrencia y desde entonces está doña Regina en el altar de los inventores de bromas de más alta calificación. Mi mamá después del mordisco que le pegó al primer buñuelo, reír un rato e insultar inocentemente a la autora de tal descalabro, lo partió y con él, le limpió un raspón que se había hecho alguno de los muchachos en la rodilla. No sobra decir que raspó los demás y guardó los algodones para obras pías posteriores embadurnados de alcohol y sal. Metémele pluma a este invento.
Aunque no siempre en diciembre, mi hermana la menor, nos deleitaba con coloridos dulces de naranja, única fórmula culinaria que aprendió y perfeccionó hasta llegar a servir porciones que podían llegar a tener hasta cuatro colores nítidamente separados que daban ricura al sabor agridulce del potaje, bañado en almíbar amorosamente preparado. Lista estaba pues para el matrimonio, con ese acervo de conocimientos culinarios y así lo hizo. Creo que ha servido, pues aún no la han devuelto y menos la han repudiado. (También salió bueno para lo otro: que lo digan sus 6 hijos). En todo caso, a Lolo le fue mejor que al pobre negro, pues mi hermana la mayor, cantaba dulcemente, echaba cantaleta a lo desgualetado y se le quemaba un agua hervida. Dios guarde a todos.
A los tales Reyes Magos, no les parábamos bolas, pues regularmente, nada nos traían, solo conocíamos de ellos que eran tres: uno grandote que hasta bobo sería, otro calvo y pequeñito que debía tener algún bizco en los pies porque siempre estaba agachado, como encogido y un negro, seguramente infiltrado en ese paseo; sus pintas eran de pobres o aparecidos, pues era imposible que todos unos Reyes anduvieran solos, a pie, sin ejército o por lo menos unos cuantos sirvientes que atendieran sus necesidades, se los imaginaba uno arrimando a una tienda a almorzar con una gaseosa y un pan, previa pedida de rebaja y ñapa, para salir de nuevo a caminar y mirar para el saraviado. Mejor dicho, si no tenían para ellos, mucho menos para traernos algo, esos muertos de hambre. Algunos niños que no habían recibido nada el 24, por olvido del Niño o de sus padres o porque no tenían dinero (Ahora lo sé todo!), comprometían a los reyes a cumplir esa tarea.
Debo aclarar dos cosas: 1- solo se traían regalos a los niños, pero el comercio nos convenció, a través de los años que el cuento era para todos, y 2- siempre, los traídos fueron de cuenta del Niño Jesús y no del viejo Noel, Santa, San Nicolás, o como quieran llamar a ese usurpador de sueños, invento de europeos envidiosos y descreídos.
En la simplicidad de nuestras vidas se alberga lo bello y bueno que hemos tenido. Y los recuerdos, nos sirven para compensar las amarguras del presente. Para mi hermana, la menor, que me alcahuetea estos disparates.
De tu hermano mayor, el Nesticor, Medellín 6 de enero del año del jubileo, o sea el 2000.
Néstor Giraldo Macías